A finales del s. XVIII y principios del XIX, se da una fuerte expansión de las misiones protestantes, inspirada en los pietismos desarrollados durante el s. XVIII y favorecida por las dinámicas derivadas de la Primera Revolución Industrial.
La Iglesia Evangélica Española, cuyas fuentes se remontan a la Reforma del s. XVI, echa sus raíces en este impulso misionero que tiene como fruto el establecimiento, a lo largo de la primera mitad del s. XIX, de diferentes congregaciones que adoptan, en cada caso, las tradiciones protestantes propias de aquellas organizaciones misioneras extranjeras que promovieron su implantación (congregacionalista, luterana, metodista, presbiteriana y reformada).
A partir de la Revolución de 1868 y el consiguiente establecimiento en España de la libertad de cultos, las diversas congregaciones inician un proceso de integración. El núcleo original lo forman congregaciones nacidas en medio de la intolerancia y en la clandestinidad, fundadas como fruto de la labor y el ministerio de pastores, tales como Antonio Vallespinosa (1833–1897), el catalán Francisco de Paula Ruet (1826-1878), el andaluz Manuel Matamoros (1834–1866), el alicantino Juan Bautista Cabrera (1837-1916) y el catalán Francisco Albricias (1856–1934), quienes conocieron persecución y exilio, en Gibraltar y en otros países europeos, recibiendo en ellos la formación teológica que les capacitó para el desarrollo de su misión y ministerio.
En 1869, se reúne en Sevilla una asamblea general formada por delegados de las distintas congregaciones entonces existentes en el territorio español. Los protestantes españoles declararon su intención de organizar una iglesia reformada unida para todo el país con estructura sinodal. Sin embargo, esta intención inicial no se pudo concretar debido a las diferencias de criterio surgidas con respecto a su organización: por un lado, estaban quienes defendían un modelo presbiteriano-congregacionalista y, por otro, aquellos que deseaban una organización de gobierno episcopal. A causa de estas diferencias, surgieron dos denominaciones protestantes de corte histórico en España, la Iglesia Cristiana Española (posteriormente, IEE) y la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE). Debido al origen común de ambas iglesias, la IEE y la IERE mantienen relaciones de profundo respeto, colaboración y hermandad.
En 1886, se celebra en Madrid la X Asamblea de la Iglesia Cristiana Española formada por representantes de sus comunidades en Madrid, Camuñas, Mocejón, Sevilla, Córdoba, Granada, Jerez, Isla de San Fernando, Málaga, Cádiz, Huelva, Cartagena y Reus, y las misiones de Utrera y Villafranca de Córdoba, todas ellas de tradición presbiteriana. La Unión Ibero-Evangélica, que agrupaba congregaciones de tipo congregacionalista en Santander, Bilbao, San Sebastián, Logroño, Pradejón y Zaragoza, con varias misiones, decidió unirse a la Iglesia Cristiana Española que, con este motivo, cambió provisionalmente su nombre por el de Iglesia Evangélica Española, adoptando también provisionalmente como bases la Confesión de fe y la disciplina de la Iglesia Cristiana Española. A estas congregaciones se sumaron las comunidades reformadas que surgieron como resultado de la Misión del Alto Aragón, desarrollada por el pastor francés Albert Cadier entre 1906 y 1911.
En 1955 la Iglesia Metodista Española decide unirse a la Iglesia Evangélica Española; para lo cual, el Sínodo de 1954 aprueba una versión revisada de su Confesión de fe y de su Reglamento. La Iglesia Metodista había llegado a Cataluña y Baleares en 1869, creando su primera comunidad el 1 de septiembre de 1871. En el momento de la unión, la aportación metodista fue en Cataluña de las comunidades antiguas de Barcelona y Rubí, a las que se añadieron posteriormente las nuevas comunidades de Hospitalet de Llobregat, Santa Coloma de Gramanet y La Llagosta. En las Baleares ingresaron en la IEE las iglesias de Palma de Mallorca, Capdepera, Mahón, Villacarlos y sus misiones. Esto hizo que la IEE, que estaba muy poco representada en Cataluña y Baleares, recibiera ahora un fuerte impulso.
Su presente se enriquece de las corrientes teológicas del pasado. Es el resultado de los mejores materiales que cada una de ellas ha ido dejando a la Iglesia a lo largo de la historia.