Cuando Marisa conoció a Jorge, pura amabilidad y simpatía, se sintió muy afortunada, pues el chico más interesante del grupo de jóvenes de su iglesia no apartaba los ojos de ella. Ella había temido enamorarse de alguien ajeno a la iglesia, pues desde niña la habían aleccionado acerca del peligro de unirse “en yugo desigual”, lo cual debía evitar a toda costa. ¡Qué suerte haberse enamorado y ser correspondida por alguien de su entorno eclesial! Casarse y formar una familia era lo lógico y esperable.
Pero, la amabilidad y simpatía que Jorge seguía derrochando fuera de casa, desaparecía nada más entrar. Los reproches eran cada vez más frecuentes y humillantes. Marisa se volvía loca pensando cómo hacer las cosas bien, es decir, al gusto de su esposo, pero hiciera lo que hiciera, nunca acertaba. Empezó a sentirse fracasada y, buscando una solución para su matrimonio, fue a buscar consejo pastoral. Antes lo había intentado con su familia y las amigas de la iglesia; a todos los costaba creer que el problema fuera de su esposo y sus consejos se limitaban a decirle que fuera más atenta con él, que procurara no darle motivos de enojo… y (¡cómo no!) tener un hijo.
Nació el hijo y los problemas aumentaron. Los reproches subieron de nivel hasta convertirse en insultos groseros acompañados de algún golpe, por el que luego él trataba de justificarse y le pedía perdón. Con los años y el segundo hijo la situación se agravó hasta el punto de que Marisa llegó a temer por su vida. Si él no la mataba, tal vez ella terminara por suicidarse. No, esto último, no. ¿Cómo podía llegar a pensar semejante barbaridad? “Señor, perdóname por haber pensado tal cosa” –oraba con todo temor y temblor, recordando la severa amonestación de su pastor, cuando le expuso la situación en que vivía y le dijo que ya no aguantaba más–. “Señor, perdóname por todos mis pecados, incluso los que ignoro, tú los sabes” –continuaba orando, convencida de que todo su sufrimiento era solo culpa suya–. Ese era el claro mensaje que recibía en su iglesia: Si ella fuera una esposa sumisa, conforme a la voluntad de Dios, no provocaría a ira a su esposo. O, tal vez, esos malos tratos eran una prueba a que Dios la sometía y ella debía aceptar con paciencia. Si oraba con fe, debía estar tranquila, pues Dios no le daría más de lo que pudiera soportar. Marisa pedía perdón a Dios por los golpes y los insultos que recibía y le pedía ayuda para soportar tan dura prueba. Pero la ayuda que esperaba no llegaba.
Un día, una nueva vecina, alertada por los inconfundibles sonidos provenientes de casa de Marisa, se acercó a ella; poco a poco fue ganándose su confianza, pero lo más importante es que poco a poco fue haciéndole ver el engaño en que vivía. Le fue dando a conocer a Dios, un Dios que, se supone que era el mismo que en su iglesia predicaban y, sin embargo, ¡era tan diferente! Este Dios no quería el sufrimiento de ninguna de sus criaturas; no mandaba males para poner a prueba la fe de nadie, ni exigía el sometimiento a situaciones opresivas y degradantes. Es el Dios que nos ”ama de tal manera que ha dado a su hijo para que todo el que crea en él no se pierda, sino tenga vida eterna” (Juan, 3:16). Ese amor de Dios tan grande le ha dado a Marisa las fuerzas para oponerse a la injusticia de que era víctima.
OREMOS: Por las mujeres maltratadas, y por todas las víctimas de la violencia, te pedimos, Padre, que, liberadas de las enseñanzas de los “falsos profetas”, encuentren en Jesucristo el camino que las lleve a reconocerse como personas dignas y como hijos e hijas amados por Ti.
Amén.