Hoy es el viernes santo, el día que conmemoramos la crucifixión del Señor. Y nuestra meditación en la Palabra para hoy, se basa en Mateo 27: 32–56.
Nosotros hemos leído y hemos escuchado el evangelio de Mateo. Y con ello participamos de lo que se hace en las comunidades cristianas desde el primer siglo: somos llevados por el relato del evangelio hasta el momento final de la vida de Jesús de Nazaret. Es importante recordar lo que estamos haciendo: hacemos memoria de lo pasó en el Gólgota, escuchamos el relato del evangelio y meditamos en lo que nos dice. Esto lo hacemos como parte de una tradición, como algo que hacían las comunidades cristianas desde el siglo 1.
Recordemos que el evangelio de Mateo se escribió en los años posteriores al año 80 d.e.c. y que se leía en las comunidades cristianas en muchos lugares del imperio romano (se sabe que Mateo fue el evangelio que más se difundió) y que, por tanto, la lectura del evangelio ante toda la comunidad era la manera de hacer presente la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Es así como participamos de la conmemoración: escuchando el evangelio y entrando en ese itinerario. Seguimos a Jesús y caminamos en pos de sus pasos.
Escuchamos sus enseñanzas y miramos cómo cura a cojos y ciegos. Nos asombramos de la manera como nos habla del reino de los cielos y queremos participar de ese mundo nuevo de Dios. Y toda la vida de Jesús conduce hasta este momento, según nos lo muestra Mateo. Todos los caminos de Galilea y Judea, siguiendo a Jesús, nos han llevado a Jerusalén y a los días tan intensos y finales de Jesús, donde sigue curando a los enfermos y hablándonos del reino de Dios que abre sus puertas desde el perdón y la inclusión de todos, comenzando por los más pequeños del
mundo, comenzando por los perdedores de siempre.
Pero el final es oscuro. Muy oscuro.
Hemos de recordar que este relato habla de aquello que confiesan los cristianos que escuchan la lectura de Mateo. Y lo han hecho por décadas, a lo largo del imperio romano: son cristianos quienes confiesan que ese hombre crucificado, ese despojo humano, es su Señor, es su Dios, de modo definitivo. Y están locos esos cristianos, son insensatos, porque creen en algo simplemente increíble, algo que nadie puede tragarse en su sano juicio.
Pero nosotros escuchamos el relato de Mateo: Jesús es traicionado por sus más allegados, sus más fieles: por 30 monedas de plata es vendido por su amigo; antes de que cante el gallo es negado por su mejor amigo, que así salva su pellejo. Jesús es sometido a juicio sumario, con todo el peso del poder que ha decidido matarlo. Y es sometido a la flagelación romana, para ser crucificado enseguida. Es objeto de la burlas, del escarnio, de los militares romanos. También es objeto del escarnio de la gente que pasa, que lo observa colgando de la cruz.
Este es el relato de Mateo, que quiere que veamos claramente que la muerte de Jesús es el rotundo fracaso del hombre de Dios. Jesús es el abandonado de Dios, lo que en judío quiere decir el maldito de Dios.
El evangelio nos coloca en la más profunda oscuridad, porque es aquí donde ocurre lo central para la fe cristiana. En esa ejecución está el Hijo de Dios y es ese Hijo de Dios quien muere como un auténtico despojo humano. El Hijo de Dios muere como la basura del mundo: ¿cómo mueren los y las que son desecho de la sociedad? ¿Cómo cae la violencia e impiedad de nuestra sociedad sobre los olvidados de los olvidados?
Pero Jesús se mantiene bastante callado. Casi no dice nada ante Pilato (27: 11) y luego no hallamos palabras suyas en todos los versos siguientes. Jesús es azotado, es humillado y recibe escupitajos, es obligado a cargar con el travesaño de la cruz, donde le clavarán. Pasan las horas. Y entonces somos testigos del grito de Jesús: Alrededor de la hora nona Jesús prorrumpió en un grito tremendo: —Eli, Eli, lema sabaktani, que se traduce: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (27: 46, Piñero: Los libros del Nuevo Testamento) Mateo lo relata así. En los labios de Jesús está el grito del salmista, el inicio del Salmo 22:
Dios mío, Dios mío, / ¿por qué me has abandonado?, / ¿por qué no
vienes a salvarme?, / ¿por qué no atiendes a mis lamentos? / Dios mío, /
día y noche te llamo, y no respondes / ¡no hay descanso para mí! (Sal 22: 1–2)
Este es el grito de Jesús, colgado de la cruz. Es el grito que clama a Dios, a un Dios que no le responde nada, a un Dios que no aparece por ningún lado. Esa ausencia de Dios se expresa también en los comentarios y las burlas de quienes miran la escena:
—Este llama a Elías.
Y sin más uno de ellos salió corriendo, tomó una esponja, la empapó en vinagre, la clavó en la punta de una caña y le ofrecía de beber. Los demás
decían:
—Quita, veamos si viene Elías a salvarlo. (27: 47–49)
Elías era el profeta del fin del mundo, que estaba muy presente en la devoción popular judía. Su llegada era esperada con la ilusión de quienes ya no tienen más que ilusiones porque la realidad es oscura. Y Elías no llega para salvar a Jesús, no aparece para desclavarlo de la cruz.
Es la hora más oscura, es la prevalencia de las tinieblas más oscuras. Es el infierno de todo aquel, de toda aquella, que vive y muere en el mundo como despojo humano, como abandonados u olvidados por Dios. Entonces, Mateo nos relata el final de Jesús:
Jesús dio de nuevo un alarido y entregó el espíritu (27: 50)
Y nosotros somos la comunidad de creyentes que escuchamos el relato. Y el evangelio nos dice que así muere Jesús: como el abandonado de Dios.
Y este abandonado de Dios no ha abandonado a Dios. Sus gritos desde la cruz siguen clamando a Dios, aunque Dios no le responda. Sus gritos rezan el Salmo 22, que claman a un Dios que no aparece, pero que rezan porque siguen esperando en el Dios que viene, en el Dios que cumplirá fielmente con su promesa.
¿Por qué, en Mateo, aparece este verso que dice que Jesús da un alarido, un grito final, antes de morir? Porque este grito de Jesús en la cruz es el grito de cada hombre y mujer que también han sido y son un despojo de humanidad. Este grito de Jesús es el grito de cada muerte injusta y de toda la violencia del mundo. Este grito es el grito silenciado de Abel, asesinado por su hermano Caín. Este grito es el grito de cada mujer asesinada por el cobarde abuso de hombres que cometen los feminicidios. Es el grito de cada niño y niña, abusados y explotados hasta el asesinato de su alma y su cuerpo. Es el grito final que nos atraviesa a todos, seamos o no conscientes de ello.
Porque también nosotros, aún cuando no estemos en ese lugar de violencia y opresión de los pequeños del mundo, también nosotros hemos sido ese grito. Porque todos hemos sido un grito por la noche, un grito que clama y que reclama un amor que le abrace y le proteja. Y en ese grito de la noche reside la dignidad de lo humano, en ese grito hay alguien que no es más que ese grito, pero que clama por una respuesta, por una respuesta que no sea la impiedad, la injusticia del interés y del poder.
Y Mateo quiere que escuchemos el relato de la muerte de Jesús, quien muere en ese grito que se queda en el silencio de la noche, en la noche del abandono de Dios. Pero Jesús muere creyendo, confesando a Dios, desde su grito final. Y eso es simplemente algo increíble, algo que no se puede entender, porque es algo que ya no pertenece a las posibilidades del mundo.
Por eso Mateo (vs. 51–53) habla del terremoto, del velo del templo que se rasga y de los muertos que resucitan: porque una vida irrumpe a partir de esa muerte, una vida que es trastocamiento del mundo, final de toda religión y victoria sobre la muerte.
Es Dios quien muere en el abandonado de Dios. Es Dios quien grita desde la cruz. Es Dios quien está en el grito de cada crucificado. Es Dios quien cuelga de la cruz y en ese grito se redimen todos los gritos de los más pequeños del mundo.
Esto es lo que confiesa un pagano, como es el centurión, quien al pie de la cruz dice «Verdaderamente este era Hijo de Dios» (v. 54). Ese pagano, ese
centurión somos muchos de nosotros, que formamos parte de la comunidad de creyentes que escucha el evangelio de Mateo. Y decimos que sí, que es verdad lo que dice el evangelio: que ese crucificado es nuestro Señor, es mi Dios.
Esto lo expresa muy bien mi amigo José Cobo: ―Lutero dijo que un cristiano es aquel que, al pie de la cruz, llega a confesar: «este es Dios —este es mi Señor». Hoy en día, y recurriendo a la jerga adolescente, podríamos decir: «este pellejo es el puto amo»‖.
Y nosotros escuchamos el relato de la crucifixión desde la experiencia pascual, desde la fe que comenzó a testificarse a partir de la resurrección de Jesús. Y esa fe nos fue dada por el testimonio de otros, como esas mujeres que estaban allí mirando desde lejos (v. 55).
Nosotros somos esas mujeres o somos ese centurión. Estamos también rodeados de oscuridad, de injusticias. Y miramos al que da un alarido en medio del silencio del mundo. Y la fe que nos fue dada nos dice que en ese alarido está Dios, en ese grito está la esperanza del mundo.
Que el Señor nos ayude a creer, que nos ayude a mirar con esos ojos del evangelio de Mateo. Que nos ayude a escuchar ese grito en los otros gritos que claman por el mundo. Que nos ayude a confesar lo que es inconfesable, lo que es increíble. Porque Jesús murió creyendo, confiando en la promesa de Dios.
Amén.

Víctor Hernández Ramírez

Share This